Reflexión sobre "Una historia al viento"


Reflexión sobre "Una historia al viento"
Me encantó "Una obra al viento" de Paul Brito, escritor barranquillero y destaco esta obra porque es verdad, el hombre Caribe no puede vivir sin el viento, quizás porque éste actúa como un soplo de vida que nos hace recordar las cosas más sencillas de nuestra existencia y que a la postre, son las cosas que le dan sentido a la misma. Por eso añoramos tanto el viento cuando se va, lo necesitamos para toque nuestra alma y nos de un poco de felicidad. Quizás sea un toque divino para que no olvidemos quienes somos y de dónde vinimos...Muchas gracias Paul y te felicito por hacernos recordar estas cosas. Les invito a reflexionar y comentar sobre este tema.

Una historia al viento

Alguna vez, cuando era niño, el viento fue un soplo divino y no ese bufido apocalíptico que terminó de arrasar a Macondo. Elevaba cometas, me avisaba de que habían llegado las vacaciones, les daba vida a las sábanas colgadas en el patio de la casa (como si fueran velas de unos barcos piratas), descorría una inmensa ventana hacia el océano. Era una madre diligente que venteaba la peste, secaba la ropa y ayudaba a esparcir semillas.

No no siempre fue así. En mi adolescencia se volvió turbulento. Céfiro, que era el rostro amable de las brisas del sur, comenzó a darle paso a Boreas, raptor de doncellas, y sus vientos huracanados del norte. Bajaba a ráfagas racheadas por laderas de montañas rocosas. Meneaba una falda de lluvias sobre las cosechas de arroz y, con su cola como un paño húmedo, me aliviaba la fiebre del mediodía.

Cuando terminé la universidad, un viento de cambio me llevó a España. Viví en Cataluña, donde hablaban de la tramontana como un efluvio enloquecedor que, a diferencia de los alisios, aparecía dos veces al año: primavera y otoño. Al contrario de los alisios, su aliento terrestre soplaba hacia el mar como una persona grosera que te quiere sacar de su casa a la fuerza. Quizá por esa diferencia telúrica, nuestro talante es más acogedor que el de los catalanes. Y tal vez más parecido al de los andaluces, que reciben del mar y de África un viento cálido y húmedo.
A pesar de sus veleidades, los costeños del Caribe colombiano no podemos vivir sin el viento. Vivimos abrazados a él, como un boxeador se aferra a su contendiente para no ser golpeado. Nos quejamos del ajetreo de la brisa y, sin embargo, lo primero que hacemos al llegar a casa es encender un ventilador para que nos meza con su zumbido. Necesitamos los alisios tanto como ventiladores por toda la casa. Nos quejamos de su ímpetu, pero al mismo tiempo exhalamos huracanes al hablar o reír. Acaso por eso, volví a mi tierra hace varios años, y precisamente en diciembre, cuando comenzaban las brisas. “Diciembre llegó con su ventolera, mujeres”, dice una canción que les da la bienvenida cada año, “y la brisa está que llena el mundo de placeres”.

La época de más vientos es precisamente la que nos vuelve más eufóricos y traviesos: desde diciembre hasta febrero con sus carnavales. La cumbia es quizá la manifestación de esa sustancia vehemente y sinuosa que nos recorre por dentro. Bailarla es nuestra forma maestra de torear la brisa, de fundirnos con ella e impedir que apague la vela de nuestro espíritu. Por eso todas las demás músicas salen de ella. Por eso en tiempos coloniales, cuando el viento atravesaba gaitas y flautas de millo, las negras alzaban sus polleras como alas. Y los españoles les ponían bolas de hierro en los tobillos, por si acaso.

Revista Actual, edición enero 2013 (facilitado por el autor).

Comentarios